A propósito, él vio: La mirada humana de Dios en alguien. Y la pregunta abstracta de los discípulos: Rabí, ¿quién tiene la culpa, él o sus padres? (Jn 9:2) La culpabilidad de los interrogadores es real pero difusa. Jesús descarta las dos alternativas: ni él ni sus padres son culpables. Ante la cruz: ¿de quién es la culpa?
Es para mostrar en él la obra de Dios (Jn 9, 3): es para Jesús una llamada a hacer algo, para lo que ha sido enviado: la obra de Dios. A la que nos asocia. [...]
Allí, ante este hombre, ¿dónde está la vida? ¿Dónde está la vida de este hombre? ¿Dónde está la verdadera luz que ilumina a todos? Yo soy la luz del mundo (Jn 9,5). Sobre todo, no imaginemos nada, no soñemos con un proyector poderoso. Yo soy: lo soy. Se trata de revelación, a la altura de la mirada. Se cuenta, es un relato: la historia de un encuentro decisivo. ¿Qué está pasando para que este Yo soy la luz haga el día en la noche de este ciego? Jesús hace cosas. Ante este hombre ciego, no se echa más. Está obligado a responder, no a una petición de curación - el ciego no ha pedido nada - sino que está obligado a responder al grito de esta carne ciega, oscura. Jesús es enviado para esta obra (Jn 9,4)... aquí, ahora, con este hombre ante él, sobre el cual su mirada se ha detenido y cuyo futuro contempla. Su obra, la del Padre: dar el poder de llegar a ser hijos de Dios (Jn 1,12), de dar a luz (Jn 3, 3), de entrar en el día.
¿Qué está haciendo? ¿Cómo hace esto? Para comprender, hay que dejarse hacer, ofrecerse ciegamente a los gestos del Salvador. Escupió en el suelo (Jn 9, 5). Es un hábito a nuestro alrededor. Hizo barro con su saliva. Amaba esta tierra, mezclando la saliva, el agua y la sangre de su carne con este cieno que es sólo a través de él. Jesús nos muestra hasta dónde llega la obra del Creador. Él es parte de esto. Y la salvación no viene de un discurso, de unas pocas ideas, de un programa. Fuera de la tierra, no hay salvación. Ha puesto barro en sus ojos: una pantalla que obstruye y oculta la mirada para invocar mejor la existencia, donde tiene lugar la primera apertura, en el lugar de la Alianza, donde oigo decir: ve a lavarte en la piscina de Siloé (Jn 9, 7), ve a lavarte, en mí, si yo no te lavo, no puedes tener una parte en mi Yo Soy. Así que fue a lavarse y, cuando regresó, vio. [...]
Entonces se plantea una pregunta grave. ¿Quién es quién? No se puede prescindir de la identidad. Hay una en la que nos encierra a los demás: la opinión del mundo... del monasterio. Y luego está la maravillosa experiencia de este « ciego de nacimiento» - es la etiqueta en su piel - dice: yo soy.
Hasta aquí lo ha llevado Jesús: a decir «yo soy». Y esto es lo único que hay que decir en verdad en una existencia. Y esto no se puede decir sin el encuentro del otro: yo soy la luz del mundo (Jn 9,5).
Este hombre ya ha sido tocado por la Palabra. Obedeció y la verdad lo liberó. Sucede en la vida, donde la Palabra se mezcla con todo como saliva en la arcilla: para una obra que no tiene otro lugar que esta realidad tangible, la de las cosas cotidianas. Ve a lavarte. Ve hacia ti mismo. Él obedeció. Puede ver con claridad. Él dice: yo soy. Y de repente se convierte en un profeta perturbador por su propia identidad. Algo en él escapa a todo el mundo cerrado, encerrado en su conocimiento. Este hombre ya no es de aquí. Hasta aquí llega el poder decir "yo soy", no como un acto irrisorio de afirmación egoísta, sino como un reconocimiento: reconozco el ser asombroso que soy (por ti) (Sal 138,14). Yo soy, por el que me habló, el que me tocó. Me parezco a él. Aquí estoy, según su palabra, según el Evangelio, según Jesús. Y Jesús lo encontró. A veces estos encuentros aparentemente parecen no ocurrir, pero es maravilloso ser encontrado por Jesús. Es maravilloso para él (Os volveré a ver, Jn 16,16)... Padre, para que el amor con el que me has amado esté en ellos y yo en ellos (Jn 17,26) y por nosotros: vuestra alegría, nadie os la podrá arrebatar (Jn 16,22).
Hermano Christophe, extractos de la homilía para el 4º domingo de Cuaresma, 21 marzo 1993, aparecido en Lorsque mon ami me parle, Éditions de Bellefontaine, 2010, p. 79-81